La agencia mandó a dos consultores, una chica y un chico. Él iba con un traje de dos piezas, americana cruzada, corbata de seda… ella con un traje falda de entallado clásico: recta y sin corte. Se sentaron y nos hablaron de lo importante que era nuestro proyecto para ellos. Insistieron en que antes de diseñar era imprescindible conocer a los usuarios; al parecer era crítico para el éxito del producto.
Qué bien sonaba todo. Qué distinto a la anterior empresa que habíamos contratado, que se habían puesto a diseñar sin apenas preguntarnos ni a qué nos dedicábamos.
Accedimos a trabajar con ellos. Preguntamos si se encargarían personalmente del diseño. Rieron y nos dijeron que no, que ellos gestionarían el proyecto y “conducirían la investigación”, pero no harían el diseño. El tono de voz era casi de sorna, de desprecio, ¡el diseño parecía lo menos importante de todo el proceso! ¿Tan equivocados estábamos? ¿Tan importante era la investigación?
En la primera sesión de investigación los consultores nos habilitaron un ordenador en una de nuestras salas para poder observar a distancia. La licencia del programa que utilizaban era muy cara, pero entendíamos que valía la pena. El chico se quedó con nosotros y sacó un paquete de notas adhesivas y varios rotuladores. La chica estaba en otra sala donde iban llegando participantes que habían sido invitados a la sesión conjunta de investigación.
“¿Dónde está el diseñador?”, pregunté. Asumía que era importante que estuviera presente, pero me indicaron que estaba ultimando otro proyecto y no había podido venir.
El consultor nos dio las notas adhesivas y nos pidió que fuéramos escribiendo nuestras observaciones y pegándolas a la pared. ¿Observaciones de qué?, me preguntaba, pero no lo explicité en voz alta por si quedaba en evidencia pidiendo aclaración de algo tan obvio. La sesión empezó y los participantes hablaban y hablaban. No me quedaba claro qué era relevante y qué no. El consultor que nos acompañaba parecía tomar notas en su ordenador. ¿O estaba respondiendo correos de otros proyectos? Esperaba que fuera lo primero.
“A mí no me gusta el producto de la competencia”, comentaba un participante. “A mí sí”, decía otro. Anoté “a algunos les gusta el producto de la competencia y a otros no” y lo pegué en la pared justo al lado de la nota de un compañero, en la que estaba escrito: “el producto debe ser sensual”.
La sesión duró casi dos horas. La pared estaba llena de notas. El consultor nos indicó amablemente que fuéramos agrupando la información en conjuntos relevantes para nosotros. Lo intentamos y una vez lo dimos por terminado, él sacó una foto y empezó a guardar sus cosas. Al parecer la sesión había acabado. Ahí finalizaba la investigación, asumí.
Tres semanas más tarde nos reunimos de nuevo. Los consultores traían unos diseños, pero el diseñador seguía sin acompañarlos. Pregunté por él y me indicaron que estaba ya con otro proyecto.
La propuesta se parecía mucho al producto de la competencia y me vino a la cabeza una de las notas que escribí. “A algunos no les gustaba el producto de la competencia”, comenté. Esperaba una justificación, pero los consultores se mostraron sorprendidos ante mi intervención. Admitieron que sí se parecía un poco y que se lo dirían al diseñador inmediatamente.
Pregunté cómo habían transmitido los resultados de la investigación al diseñador. Ambos consultores se miraron confundidos. Concreté: “¿ha visto la grabación?”. Ella intervino y respondió que no, pero añadió que el diseñador había analizado “minuciosamente” las conclusiones obtenidas. “¿Qué conclusiones?”, pregunté honestamente. Una segunda mirada entre ellos me lo explicó todo: la foto a las notas adhesivas era las conclusiones de la investigación. Ahí había acabado todo el proceso. No había más análisis que la mera recopilación de nuestras propias inexpertas observaciones.
Semanas más tarde cerrábamos el proyecto. El resultado final no me pareció malo, pero me pregunté sinceramente si esa investigación había aportado algo. Decidí no contar más con esa agencia e inicié conversaciones con otros profesionales.
Un día contacté con un tipo barbudo que se presentó en la oficina en tejanos y medio desaliñado. “Será barato”, pensé inmediatamente; pero poco tardó en hablarnos también de la importancia de la investigación. ¿Otro que nos quería vender la moto? No contento con ello, empezó a mencionar una nueva fase entre investigación y diseño. Imprescindible, decía; “modelización”, la llamaba. ¿Qué cojones? ¿Modelizar? ¿Cuántas tonterías se inventaría esa gente para vender más?
Esta historia, obviamente, es una caricaturización de la realidad, pero basada en un cocktail de casos que me han ido transmitido clientes y compañeros. La tenía escrita de hace tiempo, pero al dejársela leer a un amigo en su momento me comentó que no le gustaba ese mensaje final de “vender humo”. Consideraba que no era cierto y que lo que genera estas situaciones son más bien limitaciones profesionales o la inmadurez de la profesión.
Estoy totalmente de acuerdo, no deja de ser el principio de Hanlon: “nunca atribuyas a la maldad lo que puede ser explicado por la estupidez”; pero lo que me interesa comunicar no es el motivo real por el que sucede todo esto, sino la imagen que se transmite. Un ejemplo clásico es la percepción de la técnica de modelización mediante Personas de Alan Cooper. Es tan habitual usarla mal que llega un momento que la sensación ya no es “este profesional, por ignorancia, usa mal la técnica”, sino “este profesional me está timando con algo que no sirve para nada”.
Y hasta aquí, la explicación del chiste.