Armado con varios instrumentos, el hombre orquesta no necesita a nadie. Él mismo toca el clarinete a la vez que la guitarra, marca el compás con el pie y sacude las posaderas para darle a la pandereta. El hombre orquesta recorre así las calles, exhibiendo su reconocible talento de hacer de todo un poco. Nadie en su sano juicio se espera que toque sólo la armónica, ni que repique sólo el timbal. Él es un genio en lo suyo pero un especialista en nada.
Pero llega un día en que algunos hombres orquesta especialmente talentosos se rebelan. Gritan a los cuatro vientos: ¡somos la solución! ¿Para qué necesitáis un violonchelista? Mejor alguien que también toque las castañuelas. ¿Para qué un flautista? Mejor el que sabe también de maracas. Y así empiezan a ser ridiculizados quienes tocan la trompeta en la Sinfonía nº9 de Beethoven. ¡Sin los demás no son nadie! Oh, y qué cómicos los bombos, que sólo se dejan oír en el cuarto movimiento. ¡Qué patéticos todos estos personajes, incapaces de tocar la pieza entera por sí solos!
Y hay un perfil que pasa a ser especialmente vapuleado: el director de orquesta. Qué triste especialista que, batuta en mano, se encarga simplemente de llevar el compás y coordinar instrumentos sin contribuir con sonido alguno. ¿Qué aporta este señor si quienes acaban haciendo el trabajo son los demás?
Sintámonos pues avergonzados los mediocres que hemos perdido el tiempo especializándonos en un instrumento. Convirtámonos en hombres y mujeres orquesta y así el público nos aplaudirá por las calles, admirados de nuestro portentoso talento y nuestra capacidad de autónomamente meter un jodido ruido de la hostia.