Sois los responsables de organizar una convención que reúne a 700 personas con un cargo directivo. Debe empezar a las 7 de la mañana y debéis encontrar un hotel donde os sirvan el desayuno. Hay una condición: vuestro jefe considera imprescindible empezar con un brindis. Con zumo de naranja. Recién exprimido. En vaso grande. Para 700 personas, sí.
Este es el planteamiento base del “test del zumo de naranja”, más o menos tal y como lo describe su autor, Gerald M. Weinberg, en el libro The Secrets of Consulting. Imaginaos exponiendo esta situación a la persona responsable de un hotel. Si os dice que es imposible, que no se puede, no pasará el test del zumo de naranja. Si os dice que adelante, que no hay problema, tampoco.
Trabajando definiendo interfaces he oído a algunos equipos de desarrollo decir “no se puede” o “no hay problema”. Los casos en que algo “no se puede” son mayoritariamente falsos, pero acaban implicando buscar una alternativa que “sí se pueda” normalmente de menor calidad. Los otros casos, los de “no hay problema” directamente me acojonan: realmente “sí hay problema”, pero aparecerá espontáneamente más adelante, hacia el final del proyecto, cuando todo se empiece desmoronar y a entrar en el caos más absoluto. Quien diga sistemáticamente a todo que “no se puede” está mintiendo. El que os diga “no hay problema” sin pensarlo probablemente es un idiota. Ambos perfiles son igual de peligrosos.
Entonces, ¿cuál es la respuesta correcta al test del zumo de naranja? Pues algo así como: “esto es un problema de narices, pero podemos estudiarlo y ver cuánto va a costar”.
Ese coste será expresado en dinero, tiempo, dolores de cabeza, problemas políticos internos, jamones para cargos de influencia o lo que sea; pero una vez cuantificado es un dato que nos podrá ayudar a decidir sensatamente si vale la pena exprimir todas esas naranjas o, por el contrario, quizás sea más conveniente ir a buscar al primo de alguien para persuadir al jefe a que cambie de idea.