A finales de la década de los 90, empresas como Dyson, Apple o Nintendo lanzaron al mercado aspiradoras, ordenadores y consolas portátiles con una característica común: estaban construidos en plástico transparente que permitía ver su interior.
Que algunos objetos muestren sus entrañas puede tener ventajas puramente funcionales: por ejemplo los mecheros translúcidos nos permiten ver cuánto gas queda o las ventanas de los hornos de cocina posibilitan observar el estado de nuestra comida. ¿Pero de qué nos sirve contemplar el interior de una Game Boy Color? ¿Qué gracia tiene ver la placa madre de un iMac?
En la película Vital, de Shinya Tsukamoto, un estudiante de medicina ve fallecer a su novia en un accidente de tráfico. En un macabro homenaje, y en un acto de pura belleza enfermiza, el estudiante consigue el cuerpo de su chica para poder diseccionarlo.
Tsukamoto convence al espectador que el interior es terreno de un amante, algo íntimo, privado. ¿Puede suceder lo mismo con los objetos? ¿La desnudez y transparencia nos puede transmitir confianza o seguridad? ¿O no tiene sentido buscar una racionalización a nuestra diáfanofilia? Quizás sólo se trate de una respuesta emocional preconsciente: una reacción, y que Donald Norman me perdone por el juego de palabras, inocentemente visceral.