El pulgón

Dani había plantado algunas habas y judías en unas mesas de cultivo que tenía instaladas en su terraza. Llevaban ahí unas semanas y ya estaban creciendo sanas y hermosas.

Pero una mañana se encontró las hojas de las habas arrugadas. Parecían enfermas y débiles. Las observó de cerca y vio centenares de diminutos insectos.

Dani empezó a frotar las hojas de las habas y justo en ese momento David, su vecino, salió a la terraza contigua.

—¿Qué haces? —preguntó.
—Mato bichos —respondió Dani.
—Eso que ataca a tus habas es pulgón —aclaró David—. Las mariquitas comen pulgón, así que no es necesario que lo mates hoja por hoja.

Al día siguiente Dani dedicó toda la mañana a buscar mariquitas por el campo. Apenas consiguió una docena, pero se dirigió a casa y las soltó junto a las habas.

David, de nuevo, lo vio desde la terraza vecina.

—¿Qué haces? —preguntó.
—He traído mariquitas.
—Las mariquitas vienen solas, no es necesario que las vayas a buscar —sentenció David.

Dani se percató que efectivamente alguna mariquita se acercaba a sus habas por si sola; pero inmediatamente era atacada por ¿hormigas? Hasta ese momento no se había fijado, pero la mesa de cultivo no sólo estaba infestada de pulgón

—¿Las hormigas comen pulgón? —preguntó a David, que aún permanecía en la terraza.
—No —respondió—, los pulgones excretan sustancias dulces que gustan a las hormigas. Simplemente están protegiendo su rebaño.

Dani entendió. Si mataba el pulgón conseguiría ahuyentar también las hormigas. Al día siguiente fue a una droguería, compró insecticida y empezó a rociar todas las hojas.

David estaba de nuevo en su terraza.

—¿Qué haces? —preguntó como siempre.
—Mato el pulgón y las hormigas.
—También estás matando las mariquitas —dijo David—. Sin mariquitas volverá el pulgón y con él las hormigas.

Dani, visiblemente cansado (y algo preocupado de que David no le quitara el ojo de encima en todo el día), se sentó en una silla y contempló triste su mesa de cultivo.

Hasta ese momento no se había dado cuenta que por una de las patas de la mesa subía y bajaba la hilera de hormigas.

Tuvo una idea.

Fue a la cocina a por unos tarros anchos, levantó la mesa de cultivo, puso cada pata dentro de un tarro y los llenó de agua. Las hormigas empezaron a agolparse en los bordes, incapaces de seguir subiendo por la patas de la mesa.

—¿Qué haces? —preguntó de nuevo David, que seguía en la terraza.
—Mato pulgón —respondió Dani.

David sonrió y entró en su casa.

El hombre orquesta

Armado con varios instrumentos, el hombre orquesta no necesita a nadie. Él mismo toca el clarinete a la vez que la guitarra, marca el compás con el pie y sacude las posaderas para darle a la pandereta. El hombre orquesta recorre así las calles, exhibiendo su reconocible talento de hacer de todo un poco. Nadie en su sano juicio se espera que toque sólo la armónica, ni que repique sólo el timbal. Él es un genio en lo suyo pero un especialista en nada.

Pero llega un día en que algunos hombres orquesta especialmente talentosos se rebelan. Gritan a los cuatro vientos: ¡somos la solución! ¿Para qué necesitáis un violonchelista? Mejor alguien que también toque las castañuelas. ¿Para qué un flautista? Mejor el que sabe también de maracas. Y así empiezan a ser ridiculizados quienes tocan la trompeta en la Sinfonía nº9 de Beethoven. ¡Sin los demás no son nadie! Oh, y qué cómicos los bombos, que sólo se dejan oír en el cuarto movimiento. ¡Qué patéticos todos estos personajes, incapaces de tocar la pieza entera por sí solos!

Y hay un perfil que pasa a ser especialmente vapuleado: el director de orquesta. Qué triste especialista que, batuta en mano, se encarga simplemente de llevar el compás y coordinar instrumentos sin contribuir con sonido alguno. ¿Qué aporta este señor si quienes acaban haciendo el trabajo son los demás?

Sintámonos pues avergonzados los mediocres que hemos perdido el tiempo especializándonos en un instrumento. Convirtámonos en hombres y mujeres orquesta y así el público nos aplaudirá por las calles, admirados de nuestro portentoso talento y nuestra capacidad de autónomamente meter un jodido ruido de la hostia.