Memoria prospectiva

Cuando hablamos de memoria es normal que pensemos en el pasado: en lo que hicimos, en lo que vimos, en lo que de algún modo almacenamos. Este tipo de memoria, retrospectiva, utiliza disparadores externos para traer a nuestra conciencia cierta información cuando la necesitamos; pero hay otro tipo de memoria menos conocida que no se refiere al pasado: la memoria prospectiva.

La memoria prospectiva es la que nos permite recordar acciones que queremos realizar en el futuro y, por lo que dicen quienes saben de ésto, tiene un funcionamiento muy distinto a la retrospectiva. De hecho, los que sabemos poco del tema también podemos atrevernos a decir cómo funciona: mal.

Y es que, ¿qué sentido tiene acordarnos de que tenemos que comprar el pan cuando estamos aún en casa? ¿No sería mejor acordarnos al pasar cerca de la panadería? O ¿por qué nos viene a la cabeza la reunión de las 9:00 cuando son las 21:00 del día anterior? La sensación, al menos, es que nuestra memoria prospectiva no tiene muy claro cómo va el tema de los disparadores de su hermana retrospectiva: en lugar de traer la información a nuestra conciencia en el contexto adecuado, decide traerla de vez en cuando, como quien va probando, a ver si acierta por chiripa y resulta útil.

El problema de esto es que si nuestra memoria prospectiva tiene mucha actividad, puede afectar gravemente a nuestra capacidad de concentración e incluso invitar a casa a nuestro amiguito contemporáneo: el estrés. Leed a David Allen si queréis erradicar este problema de vuestra vida, pero permitidme avanzar un consejo para quienes nos dedicamos a esto de las interfaces: llevad siempre con vosotros una libretita. Y no, no es necesario que sea una Moleskine, puede ser del «todo a 100», pero no dudéis ni un segundo en bocetear ahí cualquier pedazo de interfaz que se os pase por la cabeza cuando volvéis del trabajo. No lo hagáis por vosotros, hacedlo por vuestra memoria prospectiva, que al ver que habéis dibujado ya esa interfaz, se quedará tranquila y se olvidará de joderos toda la cena insistiendo en lo importante que es que mañana, a eso de las 9, os acordéis de vuestra idea.

La visión de la plaza

La plaza mayor de Vic es un espacio cuadrado volteado por arcadas con una gran zona central destinada a actividades eventuales, como mercados o ferias. Todo catalán que se precie, que no sufra del cada vez más extendido y peligroso autoodio, la reconoce. Al menos la habrá visto en Televisión de Catalunya, cuando el hombre del tiempo de turno muestra una vista cenital de la misma para acompañar las frías temperaturas de la capital osonense.

No soy muy partidario de la investigación con usuarios (ojo, “de usuarios” sí), pero me ha llamado la atención un reciente estudio en el que se preguntaba a la gente mayor qué mejoras haría en el espacio público de la ciudad.

Algunos viejos ingratos, para nada merecedores de la desmedida pensión que cobran a final de mes, se han atrevido a afirmar que en la plaza faltan bancos para sentarse. Ante tan absurda e insensata solicitud, el alcalde de Vic ha respondido, según el periódico El 9 Nou, algo así como que a la Generalitat no le gustaría eso de poner bancos, pues claramente obstaculizarían “la visión de la plaza”.

Gracias a las últimas innovaciones científicas en el campo de las partículas subatómicas, las terrazas de los bares de la plaza mayor de Vic no obstaculizan “la visión de la plaza”; pero obviamente los bancos sí lo harían, ya que se pagan con dinero público y no pueden gozar de tanta modernidad tecnológica. Yo lo comprendo: las plazas y las calles deben ser zonas de tránsito, de un centro comercial a otro y poco más, no un nido de vagos y maleantes.

Si usted es un señor mayor de Vic y se cansa viendo la plaza de pie, pues oiga, mire, tiene un par opciones: reintroduzca parte de su pensión en el sistema tomándose un carajillo en una de las terrazas o bien espachúrrese en el sofá de su casa para gozar de una vista no obstaculizada de la plaza durante dos o tres segundos en TV3. Ya sabe, “la teva”.

Ser padre hoy

¡Joder! La idea de un tipo alto, no muy alto, pero lo suficiente para que pase toda su vida siendo víctima de comentarios sobre su estatura por parte de desconocidos en todos los espacios cerrados habidos y por haber: en el tren «uy, que alto», en el ascensor «uy, que mal repartido está el mundo», en la panadería «uy, ¿juegas al baloncesto?». Y el tipo alto, pero no muy alto, absolutamente obsesionado por ese tema, pensando día y noche en una respuesta graciosa a esos comentarios, pero que sea educada, no hiriente, pues en el fondo reconoce que pese al malestar que le provocan no tienen mala intención. Hasta que un día, cansado de buscar esa escurridiza respuesta, considera que quizás sea una buena estrategia establecer sutiles peculiaridades para competir con su mera talla, para que la gente tenga, al menos, donde elegir para comentar. Así que el tipo empieza a estudiar cosas extrañas, se dedica profesionalmente a algo que nadie entiende, se entrega a aficiones exóticas, aprende a amar los géneros cinematográficos más underground, intenta llevar una vida tranquila en plena fiebre global consumista, se atreve a dejar su trabajo estable en medio de una brutal crisis económica y se embarca en la paternidad antes de los 30. Pero joder, nada de eso le funciona, nada de eso es suficiente para la vecina con la que coincide en el ascensor, que sigue insistiendo en hacer un comentario sin mala intención sobre lo mucho que tiene que forzar el cuello para hablar con él; así que el tipo alto, pero no muy alto, decide volver a su estrategia anterior y sigue viviendo su vida convencido que una inteligente combinación de palabras dará lugar a esa perfecta respuesta graciosa que, tras años de obcecadas noches en vela sigue sin ser incapaz de encontrar.

La tapa

Dejarse caer en un bar, berrear “¡dos cañas!” y recibir un regalo. Es algo que no has solicitado: unas croquetas, unas patatas con choricillo, un pincho de tortilla de queso, unas alitas de pollo, unos cortes de jamón… Una tapa, vamos.

Sí, la tapa es una ración de comida, pero no sólo eso. Es también un juego social: picoteamos de un mismo plato, peleando, o cediendo, esa última unidad, convirtiéndola incluso en tema de conversación. O un alivio cognitivo: Barry Schwartz se hartaría de tapas, pues la paradoja de escoger no afecta cuando alguien decide por ti. De hecho Robert Cialdini tampoco le haría un feo a repetir, ya que una vez entrado en el juego de las tapas, ¿cómo dejar de ser coherente con uno mismo?

Pero seamos realistas, la tapa no gustaría a nuestro amado Nielsen: en el fondo nadie la ha pedido, por lo que acaba siendo un foco de distracción respecto la caña, verdadero objetivo inicial del usuario. Sin embargo, su compañero de trabajo, el muy beard certificated Don Norman, no creo que se resistiera a la visceralidad de unas morcillitas con pimientos o a la reacción reflexiva de la croqueta de foie, cuarta tapa de la noche, recompensa por llegar tan lejos, y símbolo de estatus social que se une a su capacidad de aguantar sin que se le manche la barba.

Pero a la tapa poco le preocupa todo esto. Le da lo mismo quién se la coma: un humilde arquitecto de información, un especialista en experiencias de usuario, un diseñador de servicios o una rockstar de la honestidad. La tapa tiene otras cosas en mente: dar algo de sed al usuario para que lo último que oiga mientras viaja esófago abajo sea, simplemente, “¡otra caña!“.