Modo fácil

La expresión “estado de flujo” imagino será relativamente conocida por la mayoría de las personas que nos dedicamos de un modo u otro a diseñar experiencias. Mihály Csíkszentmihályi dedicó años de estudio a esta cuestión, que fueron recogidos en un libro divulgativo llamado justamente “Flow” (y lamentablemente subtitulado en castellano como “Una psicología de la felicidad” en lugar del original “The Psychology of Optimal Experience”).

Quien más, quien menos, habrá vivido algún “estado de flujo”: cuando una actividad nos absorbe por completo y el ego (entendido a lo Freud) desaparece.

Criticaba aquí hace unos años la moda de la “gamificación” y mencionaba justamente un mecanismo para facilitar este estado de flujo, esta experiencia óptima: los diseños autotélicos.

Pero en su libro, Csíkszentmihályi expone otros componentes o requisitos para alcanzar el flujo. Uno de ellos es el que ha dado pie al famoso diagrama que lleva años corriendo por internet (que ni siquiera me voy a molestar en reproducir): el complejo equilibrio entre el nivel de habilidad de la persona y el desafío de la actividad que realiza.

Diseñadores como Jenova Chen, autor de juegos como Flower o Journey, han intentado aplicar este concepto de forma muy literal (de hecho, Chen hizo su tesis doctoral sobre esta cuestión); pero más allá de este ejemplo paradigmático, quién diseña un videojuego, aplique explícitamente o no estos modelos psicológicos, sabe que parte de la clave del éxito es ofrecer retos ajustados a las habilidades del jugador.

Algunos juegos multi-jugador, por ejemplo, ajustan (o intentan ajustar) el nivel de desafío mediante sistemas de matchmaking (sí, que a veces son solo un botón). Estos sistemas hacen que la dificultad del juego varíe según quién está jugando. El beneficio es obvio, ya que no tendría sentido que todos los jugadores compitieran contra los mejores del mundo: generaría ansiedad a los que siempre perderían (por tener un desafío demasiado elevado) y sería aburrido para los que siempre ganarían (al carecer de desafío).

Algo más rudimentario es lo que podemos ver en algunos juegos de lucha, donde se puede manipular manualmente un nivel de hándicap que permite que en un 1 vs 1 el jugador más habilidoso “doni peixet” al otro (“dar pececito”, como decimos en catalán a dar una ventaja inicial al adversario), traduciéndose normalmente a algo tan burdo como permitirle “pegar más fuerte” o “tener más barra de vida”.

¿Pero qué sucede con los juegos de un solo jugador?

En estos casos el juego se puede diseñar con unos retos específicos pensados para el grueso de sus usuarios y ofrecer variaciones de los mismos para que el nivel de desafío se ajuste a habilidades diversas. De esta forma, incluso, alguien puede pasarse un juego en dificultad “Normal” y posteriormente, una vez ha ganado en habilidad, enfrentarse al modo “Difícil”.

Un ejemplo: la saga Metal Gear Solid ha permitido en al menos algunas de sus entregas (desconozco si en todas) jugar con distintos tipos de ayudas. El juego, de hecho, está diseñado (a nivel de mecánicas y argumentalmente) para jugar con la ayuda de un radar que marca dónde se sitúan los enemigos. Aquellos jugadores que quieran, o necesiten, un mayor reto, pueden jugar sin este radar.

Por otro lado, juegos como Bayonetta, que ofrece también modos de alta dificultad, disponen de un modo “Muy fácil” donde el juego prácticamente juega solo al ir machacando los botones. ¿Qué sentido tiene? Pues todo el sentido que quiera darle alguien que quiera ajustar el desafío a ese nivel.

La gracia de estos modos es que pueden coexistir en un mismo juego sin afectar las distintas experiencias. No es un juego de suma cero, aquí todo el mundo sale ganando y se ofrece una ventaja indiscutible: mejorar la accesibilidad (en el sentido más literal de “acceso”).

Un ejemplo que me encontré recientemente, y del que yo mismo me beneficié, fue el sistema de modos de dificultad de Danganronpa: Trigger Happy Havoc.

Este juego ofrece unos juicios donde el jugador debe “disparar” argumentos para buscar contradicciones en las exposiciones de varios personajes. Danganronpa permite ajustar la dificultad de estos juicios en dos ejes: la “lógica” de los mismos (hasta qué punto se ofrecen pistas al jugador para que encuentre las contradicciones) y la de “acción” (o cómo de rápido debe reaccionar el jugador, disparando y apuntando bien con sus argumentos).

Pantalla de selección de "Logic difficulty" y "ACtion difficulty". Con tres niveles para cada opción: "Gentle"/"Kind"/"Mean".
Niveles de dificultad de Danganronpa: Trigger Happy Havoc (PS Vita)

Yo no tenía ningún interés en esta parte de acción, prefería tranquilidad: con un bebé de meses mis ganas de “disparar argumentos rápido” eran más bien escasas (y mi época de jugar a Dark Souls, ¡chupito!, con mi primogénito recién nacido en brazos me parecía cosa del siglo pasado), así que bajé la dificultad de la acción a “Gentle”.

Nuestras habilidades pueden verse afectadas por multitud de situaciones, ya sean permanentes o temporales. Me parece interesante leer a especialistas en videojuegos discutir sobre cómo se pueden agrupar estas situaciones; sobre cómo, cuándo y dónde ofrecer variaciones adaptadas a las mismas; qué ajustar de las variables del juego para disminuir o aumentar el desafío (¿el número de vidas?, ¿el diseño del nivel?, ¿las habilidades del personaje?); o incluso si debe elegir el jugador el nivel de dificultad o es preferible que lo haga el sistema.

Pero me parece profundamente absurda y aburrida la discusión sobre si ofrecer una buena experiencia a los usuarios es algo deseable o no. Si no fuera porque confío plenamente en la integridad de la comunidad gamer™, cualquiera diría que lo que está pasando realmente aquí es que algunos están intentando lidiar de una forma algo tóxica con su pérdida personal de status.

Neuromarketing y neurocosas

Los cerebros molan. No lo digo yo, lo dicen estudios como «Seeing is believing: The effect of brain images on judgments of scientific reasoning«, que explica que el mero hecho de poner en una publicación científica una imagen de una fMRI (una resonancia mostrando actividad cerebral) acaba influenciando su calificación; u otros como «The Seductive Allure of Neuroscience Explanations» que concluye que introduciendo algunos datos de carácter neurocientífico podemos conseguir que una mala explicación se juzgue favorablemente.

Functional magnetic resonance imaging. ¿Neuromarketing?Sí amigos, tenemos neurofilia. Y no, no es que queramos acostarnos con cerebros, sino que el discurso neurocientífico nos causa un agradable efecto placebo, dando sentido a lo que quizás no lo tiene.

Esta neurofilia no implica necesariamente que toda explicación neurocientífica sea una pantomima, pero apuesto a que es uno de los factores que contribuye al hechizo del neuromarketing. Resulta muy atractivo (y éticamente discutible, aunque esto daría para otro artículo) poder escarbar en la mente de la gente para determinar si venderemos más de una forma u otra; así que es normal ver cómo se comercializan todo tipo de aparatos para intentar medir las respuestas emocionales.

Los fabricantes de algunos de estos aparatos dicen basarse en una teoría del siglo diecinueve que nos cuenta que las reacciones fisiológicas del cuerpo, como temblar, son previas a la emoción, como tener miedo.

Una simple búsqueda en Internet nos permite obtener varias críticas a esta teoría: por ejemplo en «Emotions are real» se explica que una misma reacción puede estar relacionada a varias emociones; mientras en «A Neuroanatomical Dissociation for Emotion Induced by Music» se concluye que personas con incapacidad para tener respuestas fisiológicas pueden también emocionarse.

Sea como sea, los no expertos en el tema no seremos capaces de sacar una conclusión clara. ¿Es fiable entonces todo esto? ¿Sirve para algo?

No hay fácil respuesta, pero sí muchas preguntas: en el artículo divulgativo «The Seven Sins of Neuromarketing» se señalan (de forma más seria de lo que su título nos haría creer) algunos temas relevantes. Por ejemplo es destacable que el software y hardware utilizado para realizar neuromarketing acostumbra a ser propietario: no tenemos ni idea de qué ocurre ahí dentro y, por lo tanto, ninguna manera de validarlo frente a investigación académica. Eso, claro, si existiera algún tipo de investigación académica, ya que el neuromarketing, como tal, apenas tiene literatura publicada.

Me recuerda al boom del eyetracking hace unos años; presentado como el salvador de la usabilidad, pero que resultó que finalmente no nos imprimía directamente interfaces, sino que era necesario analizar minuciosamente todos sus datos.

Así pues, pese a que las mediciones fisiológicas nos puedan permitir obtener heurísticos emocionales, debemos tener muy presente que estamos en un contexto lleno de cientificismo y reduccionismo. Probablemente el neuromarketing no es la estafa que critican algunos, pero tampoco la panacea que otros nos quieren vender.

Pero no os preocupéis. De momento Dilbert sigue teniendo razón:

«Marketing is only legal because it doesn’t work most of the time».

Ordenador de gasolina

¿Habéis visto alguna vez a alguien dentro un ascensor aporreando la puerta por ir lento? ¿Lanzar improperios por estar tardando mucho en subir? ¿No? Entonces ¿por qué damos golpecitos al ratón mientras el ordenador arranca? ¿por qué sufren los teclados tantos maltratos cuando una aplicación va lenta?

Los ascensores tienen un funcionamiento que, en el contexto tecnológico en el que nos encontramos hoy en día, es relativamente sencillo de comprender. Suben y bajan. No se teletransportan ni hacen que los pisos se muevan, sino que sencillamente se desplazan verticalmente. Además el ascensor nos habla: al pulsar el botón notamos una aceleración inicial, seguida de una vibración que durará hasta llegar al piso deseado. Interpretamos estos estímulos en base a nuestro modelo mental de funcionamiento y los traducimos a mensajes claros: “he empezado a funcionar” y “estoy en ello, espera un momento”.

Esta comprensión, esta especie de empatía con el mecanismo, es lo que quizás nos ayuda a aceptar que un ascensor va a tardar un cierto tiempo en moverse de un piso a otro.

Un ordenador hace millones de operaciones por segundo, tiene una capacidad de procesado que prácticamente podríamos describir como “mágica”, pero al usuario medio le resulta imposible entender su funcionamiento. Si el ordenador tarda un poco en realizar una tarea, por mucho que nos diga “espere por favor” o “borrando archivos…”, no sabemos qué hace realmente. Su opaca interfaz, su “magia” lenta, su manía en ocultarnos cosas, nos desespera, nos frustra y nos estimula a que le demos golpes, pues en el fondo, en nuestro modelo mental, el ordenador está lleno de silenciosos engranajes girando y quizás alguno de ellos se ha quedado encallado.

Pero… ¿y si los ordenadores sí funcionaran con engranajes? Mejor: ¿y si se alimentaran con un motor de combustión? ¿y si el ordenador vibrara, traqueteara, saltara y al borrar archivos echara humo? ¿oír el rugir del motor nos haría soportar mejor la espera? Y en en caso afirmativo: ¿sería necesario que funcionara con gasolina… o sólo que lo pareciera?

Geek status

A John Backus no le gustaba programar. Le aburría. En los años 50 hacerlo era un verdadero tormento, así que, en un claro ejemplo de procrastinación estructurada, Backus en lugar de hacer su trabajo decidió “perder el tiempo” definiendo un lenguaje de programación que permitiera, justamente, hacer más sencillo programar. Así (más o menos) nació FORTRAN en 1957, el primer lenguaje de propósito general de alto nivel de la historia.

Para que los programas hechos en FORTRAN tuvieran un rendimiento similar a los creados directamente en ensamblador se preparó un compilador que optimizaba el código, pero la comunidad de desarrolladores no estaba del todo contenta… De pronto el trabajo de programación pasaba a ser más fácil, más accesible, y para muchos no era concebible que esto no tuviera ningún coste en eficiencia.

La historia se repite continuamente: pasó con la introducción del ratón, con el entorno de escritorio, con el procesador de textos WYSIWYG, con la crafting table de Minecraft en Xbox 360… y sucede cada vez que aparece una interfaz que facilita una tarea, obsoletizando, aunque sea parcialmente, el esfuerzo personal de aprender a hacer ciertas cosas “the hard way”.

Es una reacción emocional compleja: es la pérdida personal de un status, el abandono de una posición privilegiada, la destrucción de una comunidad de expertos. Pero tranquilos, hay salida. O al menos el señor Linus Torvalds lo tiene claro:

Once a technology is adopted by the masses the extreme geeks find something more esoteric.